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martes, 23 de marzo de 2010


La noche crujía comos tus costillas entre las mías,
como miles de brazos entre devastación de bosques,
como millones de bombas sembradas en la tierra.

De día el sol ya no existía, el fuego opulento lo reemplazaba sin consentimiento ni del más diminuto centímetro de víscera, entre corazones sangrientos de agonía que cañoneaban sangre no sólo por el interior de su cuerpo, si no que también, y en pocos segundos, por su fachada.

Desparramados como inmundicia entre tierras fértiles.
Inocentes y culpables.
Víctimas de la batalla entre dos mundillos no bienvenidos.
Execrables incompetentes, con vocación de asesinos indoloros,
insensibles, poseídos por potencia. Por la química negativa que gotea por nuestra llave de carne y hueso.

Y como ya no existía ni el calor cálido del sol, ni la luz apasionante de la luna las veinticuatro horas ahora serían perpetuas, eternas y grises, desqueridas, casi despreciadas.

Había que barnizar los soñadores senderos para darles brillo.
Había que derramar más sangre para organizar un color más
cierto.

Un tallo, dos tallos, tres tallos se desvanecían, seis tallos se sacudían por la partidura, doce voces de esperanza.

Y nuevamente se sembraba entre la añoranza kilómetros de suspiros entre la tierra deshidratada, para elevarlos y manifestarlos constantemente a pulso lento en aquel libro de hoja roja escrito por unos cuantos compañeros de esos no olvidados, no encontrados, succionados por el olor amargo de su dulzura intolerable.

Que broten, que broten, que vuelvan a brotar.

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